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Por el camino de hierro

En 1857, un grupo de porteños encabezado por el entonces presidente de la Bolsa, Felipe Llavallol, se subió al primer tren que funcionaría en la ciudad de Buenos Aires y en el país. Así, el naciente desarrollo del ferrocarril en la Argentina quedaría atado para siempre a los albores de la BCBA, en el marco de una aventura que aquellos hombres jamás olvidarían.

Felipe Llavallol.

Varios charcos tuvo que sortear Don Felipe hasta llegar a la residencia de su vecino, el Gobernador. Ya cincuentón y de robusta osamenta, el próspero comerciante esquivaba el barro con una destreza que no era sino la experiencia de haber caminado una y mil veces por las calles del barrio de la Merced. Tal y como la había descripto el escritor Ricardo Rojas, Buenos Aires aún parecía “una aldea presuntuosa y sencilla”, pero Don Felipe, optimista por naturaleza, ya la soñaba como la París de la América del Sur. Muy pronto –entusiasmaba Don Felipe a sus amigos– el lodo se transformaría en macadam, los carruajes atravesarían la ciudad veloces e imparables, y las sombras nocturnas que intimidaban por igual a damas y criadas serían abolidas para siempre por la luz de gas. “Muy pronto”, repetía la beatífica y eterna sonrisa de Felipe Llavallol a los “pelucones” de la calle Corrientes…

Cada vez que percibía la rubicunda figura de Don Felipe, Pastor Obligado añadía un palote más a su lista imaginaria de problemas. Sin embargo, el Gobernador tomaba muy en serio las propuestas del ilustre ciudadano, incluso aquéllas que por desmesura equiparaban el entusiasmo de su inspirador. Don Felipe no sólo era su amigo personal, sino que además –y fundamentalmente– era un adelantado en muchos ámbitos de la vida nacional, y sus iniciativas no podían ser objeto de menosprecio. El año anterior, Llavallol había sido nombrado casi a un tiempo primer presidente de la “Bolsa Mercantil” y primer presidente del Senado de la Provincia. Así las cosas, quien llamaba a la puerta de Pastor Obligado aquella mañana de comienzos de 1855 era su mano derecha, el propio vicegobernador de Buenos Aires:                                                                                     –Al fin, hoy empezamos la magna obra –dijo la beatífica y eterna sonrisa–. Si el señor Gobernador quiere clavar el primer riel, en su vida tendrá otra ocasión de remachar clavo de más provecho…

El equívoco registro de la fecha de inauguración en el frontispicio de la estación del Parque, donde figura “30 de agosto” en lugar de “29”, da una elocuente muestra de la agitación que los porteños experimentaron a la hora de poner en marcha su primer ferrocarril..

La Porteña era una gringa

Don Felipe, cuyos días tenían al parecer más de 24 horas, era también presidente de la primera compañía que construiría ferrocarriles en territorio argentino: la “Sociedad del camino de hierro de Buenos Aires hacia el Oeste”. Integraban el directorio de tan audaz empresa muchos de los hombres que, como el comerciante Francisco Balbín, habían firmado el Acta de Constitución de la “Sociedad Bolsa de Comercio de Buenos Aires”. A ellos se les sumaban otros que con los años llegarían a conducir la entidad bursátil, como el saladerista Constant Santa María. De todos estos dignos señores, el único que había tenido la oportunidad de viajar en tren por Europa era el vicepresidente de la comisión y hombre de negocios inglés Daniel Gowland, partícipe del primer embrión de la Bolsa de Comercio y considerado patriarca de la colectividad británica en Buenos Aires. Los demás, aunque hablaban con familiaridad de las “locomotivas”, nunca habían contemplado de cerca alguna de esas fantásticas máquinas que se impulsaban por sí mismas.

Justamente, la llegada al país de la primera locomotora a vapor traída desde Londres, el 25 de diciembre de 1856, fue el ápice de un “escabroso calvario” que –en palabras del propio Obligado– demoró “uno, dos, tres y cuatro años” la aventura del ferrocarril en el Río de la Plata: “Nunca había cruzado mole de tanto peso por las calles de esta ciudad”. La veterana máquina, rebautizada “La Porteña”, fue conducida sobre un carro tirado por 30 bueyes desde el puerto hasta un solar ubicado frente al Parque de Artillería. Aquel sitio, que hoy ocupa el Teatro Colón, se había elegido para levantar la cabecera desde donde saldría el primer tren hacia su destino final, la estación Floresta. Por cierto, muchos ciudadanos estaban francamente aterrorizados con el emprendimiento ferroviario, pues temían el derrumbre de sus casas ante el temblor de tierra que –se comentaba– provocaría el tren en movimiento. Ni siquiera los propios representantes de la Sociedad del camino de hierro parecían del todo convencidos a la hora de figurarse una locomotora en marcha. De hecho, al inicio de las obras, Llavallol y sus amigos habían previsto la posibilidad de reemplazar las máquinas a vapor por “el caballo, tan barato en el país, en lugar del carbón fósil, tan caro en él”.

Bienvenidos al tren

Precedido de semejantes reparos, el día de agosto de 1857 que debió llevarse a cabo la “prueba de fuego” no fue precisamente una jornada de contento cívico: “Vencidos los mil obstáculos y oposiciones, sucedió que una vez construido (el ferrocarril), no hubo quien se animara al viaje de ensayo, ni entre los mismos señores de la comisión”, señala con ironía Pastor Obligado. Faltaban muy pocos días para la inauguración formal y, asustados o no, los miembros de la Sociedad debieron subirse al vagón de pasajeros que La Porteña arrastraría junto con otro de encomienda. “El viaje se hizo despacio y el tren llegó sin novedad alguna a Floresta –relata un testigo presencial–. Satisfechos los señores de la comisión del primer ensayo, ordenaron al maquinista volver con mayor celeridad hasta que, a la mitad del trayecto y estando el tren sobre un terraplén, se zafó la locomotora…”. Descarrilada a la intrépida velocidad de 40 kilómetros por hora, la máquina provocó el vuelco de los vagones y fue a dar a una zanja. Durante el revolcón, la cabeza de Gowland y el abdomen de Llavallol se encontraron con la dura anatomía de respetables autoridades de la Sociedad, aunque no hubo lesiones de cuidado. “Los otros señores de la comisión directiva (…) salieron mejor parados, y en asamblea improvisada a campo raso, resolvieron no resolver nada, es decir, no decir cosa alguna sobre aventura locomotriz tan poco edificante”, recuerda Obligado, quien se contó entre estos primeros mártires del progreso. “Cuando llenas de ansiedad sus inquietas esposas adelantaban a preguntarles cómo habían pasado, los maltrechos y graves señores con semblante compungido, que se esforzaban en presentar risueño, contestaban muy bien, disimulando chichones y cardenales”. Con todo y magullones, los hombres de la Bolsa y del camino de hierro volvieron a subirse al primer tren argentino el 29 de agosto de 1857. Pero esta vez para hacer historia.